martes, 10 de agosto de 2010

Fábula del hechizo de piedra

Capítulo I

Este no es un testimonio que de forma alguna pueda acomodarse a la disposición generalizada de un lector, no sólo porque omitiré el uso de expresiones imprecisas que pretendan hacer mi relato verosímil; ni acaso porque jamás apelaré a ningún sector en el que casualmente pudiera despertar, a través de mi historia, una sentimiento de credibilidad afectiva; sino porque lo que me ha tocado vivir lo desmerece y me lo imposibilita de todas formas.
Toda mi humanidad anida en un puñado de recuerdos: existe el amor, la maravilla y la pena. Si pudiera referirme a este mundo y olvidar por un momento alguna cosa más nefanda que el mismo recordar, creería que en tal empresa nadie ha prodigado la magia de ese que amó realmente.
Debo confesar que tanta oportunidad que tenido para equivocarme, la he secundado con irreprimible diligencia. No me extrañaría que un espíritu vindicatorio contaminara esta historia que (luego será evidente) extraigo idéntica a los hechos que por antiguos no padecen desdoro. Pero al trazar mis líneas no aproximo justificación alguna. Soy humano; me consumo en venenos pretéritos e incurables.
Cierta animosidad parturienta me permite la mención de la difunta Marta y del amor falaz del que es usual ufanarse. Sin remedio. Siquiera ser testigo de cosa semejante, fiel y verdadera, me ha aliviado confusiones y devaneos, sea por ingenuo, dolido (reitero) o solícito al fallo. También perdura una congoja inevitable por habérseme revelado ese tesoro nunca oculto en esta tierra.
El tiempo que me separa de esta historia lo he dedicado sólo a esperar, y hasta el momento no he sufrido acceso emocional que me impulsara a exteriorizar lo que he vivido, sin embargo, un extraño padecer de mi voluntad ha despertado con una nueva maravilla y le ha garantizado una posibilidad al relato.
¿Esperar? ¡Qué torpeza! Quizá el espasmo final, pero nunca un anhelo. Tal vez aquel amante nocturno, infecto de un sádico y maquinal gorjeo pueda esgrimir una mística osada, aunque recluida en la esencia de un artificio (la misma que invita al tormento del poeta). Esta historia que adaptaré del recuerdo, es real; me he mojado con la lluvia de esos días y también me ha apagado los cigarrillos.
Una suerte aciaga cual profeta o aquél poeta de antaño, sombrea mis últimos días. Aunque mi tormento no incluye fantasmas ni es una sublimación del duelo, también hay algo de impertinente plumaje.

Capítulo II

Recuerdo con ninguna nostalgia las mañanas aburridísimas atendiendo la recepción de la clínica psiquiátrica en Colegiales. Situada en un edificio que no escatimaba ni en el revés de sus frisos, era el centro de terapia para quienes pudieran respaldar su locura con una cuenta bancaria.
Empecé a trabajar en diciembre del ´97 con unos dieciocho años y el secundario completo. Recién en abril sucederían los malabares con mis mañanas de recepcionista y mis tardes de estudiante universitario. A primera vista, emprendería un proyecto que contemplaba el entero espectro de la adaptación modelo de un joven de esos días; conocería almas atribuladas y luego las sanaría con mis estudios en Psicología. Teoría y práctica, el resto del mundo es un boceto inacabado y despreciable.
Al entrar en la clínica, mejor dicho, al "Instituto", tenía la ilusión de alistarme como un ávido espectador de las maravillas humanas. Imaginé un teatro espontáneo de sentimentalismo con dramáticas correrías aflorando como reguero refulgente en un concierto de pasiones infinitamente valiosas y auténticas. Sin embargo, me vi rodeado de papeles y carpetas, una taza plástica de café y un teléfono con más luces que un casino. También tomaba mate pero en lugar de pava, cebaba desde un dispenser con un botellón de veinte litros que distaba notablemente de ser un reguero refulgente.
"No es lo mismo"- pensaba.
Mi interés particular se concentraba en el alma, pero en ese entonces me conformaba con un perfil esquemático de la individualidad. "¿Somos lo que somos por accidente o somos el producto de un alma y una vida accidentada?". Eso lo escribí en la contratapa del cuaderno que estrenaría, ansiosamente, en abril.
Desde ya que la responsabilidad en la recepción era muy poca y sólo con tener actualizadas las consultas y los horarios diferenciales de los pacientes (por la medicación) era suficiente para arrellenarme honrosamente en la butaca y cebarme uno del dispenser. Como no tenía acceso a las historias clínicas de los internados y me lastimaba la ignorancia, debía contentarme con hablar a sus visitantes y tratar de extraerles algo de valor. "Si conozco a la familia, conozco al enfermo; a menos que esté de duelo" - pensaba.
La peste era el estrés. Más de la mitad de los internados sufría a causa de los nervios. Difamación, chantajes, frustraciones, quiebras, amoríos... así continuaba la lista de partículas suspendidas en los pasillos y ls habitaciones del instituto. Decir que allí el egoísmo se recitaba como mantra y no restaban paranoicos endemoniados por septicemia. Aislar un sujeto de estudio era más que redundante.
Mi interés por los individuos decaía siempre que la patología se repetía entre ellos, es más, los fundía en una sola imagen -glup- (la burbuja del dispenser).
"Cuando mueran sólo quedarán sus millones; piedras y sus piedras".
Más allá de toda frivolidad y con algún resquicio de ilusión, mantenía el entusiasmo latente y lo recitaba: "son seres humanos, en ellos existe algo de valor, único y maravilloso".
¡Qué equivocado estaba!

Capítulo III

Durante mis primeros tres meses en el instituto adelanté lecturas para la facultad. Creía que para cuando me graduara podría validar la naturaleza humana, hasta justificar de maravilloso al parque entero de patéticos internados. Cierto, presumía demasiado, pero también me enorgullecía de mi imaginación; nada era difícil. ¡Ni siquiera las conquistas románticas!
No recuerdo muy bien cómo la curiosidad por lo humano se presentó durante mi juventud pero en su reflexión destellan con intermitencia unas imágenes ciertas o por lo menos, pasadas: amor. "Creer en la validación humana sólo es posible si se ama o se lo ha hecho. De otro modo, el ser humano se completa como un muñeco animado o bien, semoviente".
Hasta mis diesiocho años reservé mi entero quórum de sentimientos de amor para una compañera del colegio, Lucía, pero jamás me atreví a abordarla. Fue en la liturgia desaforada de contemplar atónito y agudísimo cada una de sus peculiaridades que despertó mi afán por estudiar el alma. Puesto que en ese entonces me negué a pensar que cuanto quisiera de ella pudiera reducirse a la sensualidad y escapar de lo metafísico. "¿Cómo criatura tal deambula por los pasillos? ¿Serán sus ojos, su voz, su sonrirsa? No, es ella entera".
"Al momento de amar, el ser amado y el amante ya están justificados. Sólo debe existir el amor, luego los hombres". ¡Qué doloroso recordar estas reflexiones! ¿Cómo ser inmune a la vergüenza, si luego de tanto sufrir los escollos de la ilusión, no ha quedado fantasía cual demiurgo solvente? "Piedras y sus piedras".
Desde mi butaca en recepción tramaba tantos mundos como cuartos, una brisa sibilante se aventuraba por ambages misteriosos sorteando el clamor de almas recluidas. El botellón pergeñaba un brebaje interminable (tal vez era un reloj) que a cada rato me obligaba a abandonar mi puesto. De todos modos nadie lo notaba, siquiera se advertía mi ausencia. Así que se me dio por recorrer los pasillos.
El edificio tenía tres pisos, construidos alrededor de un pequeño patio con algunos árboles y bancos. En el centro del patio había una efigie de piedra del fundador del instituto con una placa a sus pies "A la memoria del Dr. Oscar Carapaggio... yacen aquí los restos del fundador de esta casa para los dolientes del alma. Su generosidad y devoción son nuestras guías hacia la sanación de los aquí internados". No alcancé a leer las últimas palabras de la placa cuando llegó un cargamento de medicamentos. Firmé un recibo y me senté a esperar la hora de salida. Olvidé por unos días al muerto en el patio. Quizá olvidarlo seriamente habría postergado los hechos que he de narrar, pero luego, eso es imposible.

Capítulo IV

El verano declinó sin dejarme extrañar esos trimestres alborotados (también aburridos y hasta excesivos) de salir en encuentros con mis amigos de la infancia. Era tan pujante la ansiedad por involucrarme en ese otro mundo dialéctico, al cual supuse que me introduciría la universidad, que todo lo anterior podría haberlo resumido hasta ese momento.
En aquellos tiempos experimenté tales defasajes harto propensos a la desilusión, como el de quien anhela un primer beso y cuando al fin lo consigue se da cuenta de que resulta idéntico al de un sueño que ya tuvo. Quizás este anticiparme era un vehículo anestésico del miedo a la incertidumbre. Aunque funcionaba al revés. De tanto ansiar urdía nubarrones inestables y temerarios, casi fantásticos. En cambio, la certeza es claridad. Cielo descubierto, intemporal. Lucía fue una ciénaga bajo un diluvio (más el influjo de severos dolores estomacales). Recuerdo también, haberla olvidado.
El azar puede disfrazarse torpemente de maravilla, de posibilidad. La anticipación tiende a sustraer la sorpresa pero no es consecuente. Es volátil y ridícula. Perder el deseo que me acercaba a Lucía provocó seguidas increpaciones. Me sentí defraudado. Así que mi interés por el alma no surgió exclusivamente de un espíritu solidario con misión de calmar a los angustiados y justificar su naturaleza, es más, no pongo ninguna resistencia a declararme egoísta.
Sin duda -pensaba- todo aquello tendría una explicación. El problema debía estar en mí. Porque ella había probado inequívocamente ser objeto de amor y con eso bastaba para justificarse, en cambio yo (todavía conservo la misma esperanza estúpida de enquivocarme en esto): no.
Dediqué muchas mañanas a tales pensamientos. Cuando menos -anhelaba- la universidad estaba ya muy próxima y mi calvario se detendría con sus respuestas, o ante la propuesta de una mentalidad en respaldo de mis teorías. ¡He advertido de mis errores! No completé ni un cuatrimestre. Pero la verdad es que mi desvío de la educación académica remite a causas extrañas al desempeño personal, a las cátedras o los programas impartidos. Fue una tragedia.

Capítulo V

El 25 de marzo de 1998 fue como sigue: amanecí alterado, habría soñado alguna calamidad. Pero no la recuerdo. El resto es transcripción.
Compré cigarrillos y tomé café en el camino al instituto; una primera gota de lluvia dibujó un anillo con la espuma del vaso. Faltaba poquísimo para inaugurar mi cuaderno de apuntes, quizá con alguna sentencia esclarecedora o la verdad más cierta (el otro cuaderno ya lo había completado con reflexiones). A esa altura, el trabajo me tenía muy desanimado, por eso la innminencia de las clases acumuló notable ansiedad a la vez que recargó el tedio en la recepción. Es más, cuando llegué hasta la butaca la impaciencia desbordó y se me ocurrió escabullirme en la enfermería para robar alguna pastilla que me ayudara a pasar la mañana. Insoportable.
Tras hora y media me calmé, libre de fármacos. Recordé al muerto del patio. Consideré prioritaria mi fragilidad e hice a un lado mis ocupaciones. Después de todo, el "estrés", sería una justificación idónea para la negligencia; aunque el autodiagnóstico podría ser malinterpretado (a mí me pagaban).
Salí al patio y encendí un cigarrillo (se apagó con la lluvia). Desde allí podía escuchar el teléfono y advertir encomiendas. También se leía en la placa: " el amor de un padre erige este monumento". Dediqué la fumada entera a esa leyenda. Cuando hube terminado, me asomé por el marco de la puerta porque creí escuchar algo -glup-; hice mate.
Al poco rato entró uno de los médicos, venía empapado. Me preguntó si lo tomaba amargo y le dije que no.

-Mejor- contestó.

El mate niveló la charla. Generalmente recibía de los médicos el trato más frío y autoritario. Así que aproveché la empatía para socializar pero no me arriesgué; sincronicé mi pregunta con su asir del mate.

-¿Conoció usted al Doctor Carapaggio?- Miró algo sorprendido, dio una chupada y contestó con el mohín del amargor.

-Sí; ¿no lo tomabas dulce?-(deliberadamente omití el azúcar para enaltecer su deseo; lo retuve).

-Disculpe, ¿el Doctor atendía en el instituto o sólo lleva su nombre?

-Era un obsesivo clásico. Le otorgaron el título honorífico de Doctor por su dedicación al caso de su hija, un enigma. Pero no, no atendía. Aseguraba haber fundado el instituto para abstecerse de recursos médicos y económicos, pero en verdad construyó un hogar para la piba. Ahora todo esto le pertenece a ella, aunque su condición la incapacita a administrar fondos. Hay un apoderado, Adolfo Salinas, él maneja la herencia según el testamento de Carapaggio; un manual de ciento cincuenta páginas. No se olvidó de nada. Clásico. Bueno, gracias- se apartó del mostrador, pareció recordar algo.

-Si te interesa, los estudios de Carapaggio están en la biblioteca bajo el rótulo "Mariela". Ah, la piba todavía está acá, último piso, habitación 35. Llevate una caja de pañuelos, es fulminante- al decir esto último movió la cabeza de lado a lado, como negando. Se encaminó hasta el ascensor con la mirada fija en el piso, algo abstraído. Antes de alcanzar el llamador, la puerta se abrió y desde el interior unos colegas lo saludaron. Se recompuso inmediatamente.
Las palabras del médico interrumpieron el bodrio de la mañana. Sali al patio nuevamente.
La imagen perpetuada del padre en un bloque pétreo cincelado, y esa placa, sus huesos... Sin duda era un maniático -me dije- no pudo alejarse de su hija, seguramente en algún punto de su testamento debió especificar este sepulcro.
Encendí un cigarrillo y busqué con la mirada la habitación de Mariela. Se me ocurrió pensar en su madre, porque desde mi entrada en la recepción, nadie la habría visitado. Y tumba había una sola. Igualmente consulté con el libro de firmas pero ni siquiera figuraba el nombre de la paciente. "Diagnóstico: negación".
Todavía caían algunas gotas, pero al momento de terminar el turno la tormenta había cesado. Me abrigué con cierto letargo, vacilaba, como quien repasa mentalmente un listado. Pugnaba entre mi casa y la biblioteca; recordé la expresión del médico al mencionar a Mariela: "fulminante".
Me fui a mi casa y dormí. Así fue mi 25 de marzo.
Estos cuerpos que arrastramos, sometidos al arbitrio de una disposición genética, se imponen inexorablemente. Suponer voluntad y emocionarse,revoluciona el correr sistemático de fluidos: sangre, lágrimas, sudor.La maquinaria biológica perpetra, en hedionda subrepción, el psicologismo de la conciencia. Horrífica proyección de las posibilidades, de la incompatibilidad, también la muerte. La locura puede ser bendición a falta de fantasía.
A los diecioho años me enorgullecía del registro que lograba con la memoria. Guardaba un acopio asombroso de números investidos de relevancia, episodios e imágenes sin distorsión. Imágenes propias, reflejos y residuos. Pero un sujeto contruido con tales humores no puede servir al presente. En cambio, su capacidad es plena de autosuficiencia, es un monstruo invulnerable y parasitario. Lejano pero ubicuo. Le debo a ese sujeto ponderar esta historia aun ahora que no acaba. Inevitable, he ahí un ser humano. recuerdo eso también pero ya sin orgullo remanente, sólo unos restos de satisfacción enrarecidos con un designio que he descartado de fortuito. Naturaleza, eso es todo.

lunes, 9 de agosto de 2010

Capítulo VI

Capítulo VI

Las clases comenzaron con una semana de retraso (protesta docente). Para ese entonces ya había hecho resúmenes de las primeras unidades; me concentré en estudiar durante la tarde y parte en la mañana en recepción. Reemplacé la ansiedad con desilusión. Cuando al fin escuché las presentaciones de las distintas materias, no me sorprendí en absoluto, venían con las fotocopias.
Los cursos concluían entre las diez y las once de la noche, llegaba cansadísimo a casa. Hubo mañanas en las que los internados pudieron fraguar un escape, montarse una barra en recepción y servir cócteles psicodélicos desde el dispenser, organizar una murga o un baile de máscaras; sin que me diera cuenta. Hasta que un 25 de abril apareció Marta.
Mi rutina consistía en llegar 15 minutos antes de que empezara una clase, sentarme y releer mis apuntes. Una tarde escuché el rechinar de un banco muy próximo. Ella lo acercaba. Tocó mi hombro y me sacudí con un respingo que hizo volar la birome hasta el pasillo. Ambos reímos. Preguntó algo sobre unos apuntes o un programa, no sé, me dejó tarado, relegado al segundo anterior y queriendo forzar la sustancia del tiempo con la velocidad de mis emociones.
No tardé en atacarme.

-Claro-pensé.

-Vió que traía cuatrocientas fotocopias más que todos y se dijo "le pregunto a éste que seguro sabe"-así fue.

Aclaré sus dudas y volvió a situar el banco junto al de otros compañeros más atrás. Enseguida intenté concentrarme en la lectura para calmarme un poco. Imposible. Como si me hubiera plantado en el hombro un transmisor enraizado a todas mis terminales nerviosas, perdí la compostura y la prolijidad. Mi proceder se condicionó con estímulos extraños y se notaba. Encima, su alcance era remoto, muy remoto. Prorrumpía en sueños y meditacioes, sorteaba las aulas, los pasillos, la negación y arremetía como patada contra la butaca del instituto. Fantástico. Aunque aturdido, vigorizado. Marta inducía vértigo, enardecía mis ilusiones sobre el alma, era también un abismo pero no un salto al vacío, porque en las profundidades fulguraba el misterio de la naturaleza, el universo humano concentrado en una fuente protegida por los defectos de la raza. Luego no habría ni abismo ni fuente, sólo aquellas propiedades inherentes que llamé defectos. Más allá de todo, Marta facilitó, en cuanto pudo, soportar mi congoja. Era hermosa. La extraño mucho.